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La batalla de los cocineros contra la cocina molecular

Desde Argentina, por Admin el Dom

De un lado de la mesa, los artífices de la glorificada cocina molecular. Del otro, chefs, médicos y críticos gastronómicos con sus cuchillos afilados listos para el ataque final. En el centro, el objeto de la batalla: la lista de aditivos alimentarios utilizados por esa nueva tendencia que hizo de la cocina un gran laboratorio y de la comida una experiencia sensorial.

Si bien el estudio de los procesos físicos y químicos que ocurren en la cocina comenzó en los ’60, la aplicación de ese conocimiento para generar nuevas texturas y sabores empezó a mediados de los ’90, a partir de dos hitos: la reconversión conceptual de la propuesta de El Bulli, de Ferran Adrià, en Barcelona, y la apertura de The Fat Duck, en Londres, de Heston Blumenthal. Y, como sucede cada vez que aparece la vanguardia, desde el principio hubo cierta polémica, que se profundizó a medida que su popularidad fue creciendo y sus pioneros, elevados a la categoría de dioses: primeros puestos en todos los rankings culinarios, estrellas Michelin por doquier, reservas con meses de anticipación y cientos de euros por una cena degustación, pusieron de pie a sus detractores.

Así fue como las voces críticas (hasta entonces marginales) lograron ganar el centro de la escena y quebrar el aura mágica que parecía proteger la novedad de cualquier viento adverso. Quien dio el puntapié fue el reconocido chef catalán Santi Santamaría en mayo de 2008 con el libro La cocina al desnudo: “Yo disparo contra quienes dicen que hacen alta cocina con aditivos industriales. ¡Eso no es alta cocina! Este libro ha sido una bomba mediática porque toca a los que yo llamo ego-chefs, estos nuevos yuppies de la gastronomía que trabajan en la televisión y cocinan para entretener, no para alimentar. No estoy de acuerdo con esta idea de jugar con la comida. Creo que es el síntoma de una sociedad enferma que sólo busca el esnobismo y no tiene conciencia ni responsabilidad social. ¿Alguien ha visto a algunos de estos cocineros mediáticos haciendo una campaña contra los transgénicos? ¿O hablando del hambre? Los chefs nos hemos convertido en referentes sociales y debemos hacernos cargo de ello: lo que ponemos en un plato habla de la sociedad que queremos. Esta cocina nuclear, así la llamo yo, es la prostitución de nuestra profesión. Debemos volver a valorar los productos frescos, obtenidos en su lugar natural de origen y debemos utilizarlos con respeto. Pero, por sobre todo, debemos volver a cocinar. ¡Nos hemos olvidado de cocinar!”, explica a Para Ti desde su restaurante Can Fabes, por el que ha recibido tres de las siete estrellas Michelin que atesora en su trayectoria y lo convierten en el chef más laureado de la historia de la gastronomía española hasta hoy.

Sus palabras causaron gran revuelo y traspasaron las fronteras rápidamente: en Francia, uno de los pocos países que se resistió al avance de esta nueva tendencia desde sus comienzos, tuvo una gran acogida y llegó al diario Le Monde, que no dudó en satirizar la experiencia gastronómica de El Bulli con un rollo de papel higiénico como parte del servicio de mesa; en Italia, el debate incluyó una cámara oculta al restaurante de Massimo Bottura, Ostería La Francescana de Módena, de donde además se llevaron muestras para analizar; y en Londres, en febrero de este año, The Fat Duck cerró sus puertas por casi un mes luego de que unas 400 personas denunciaran síntomas de intoxicación tras comer allí.

Ninguna de las investigaciones arribó a conclusiones definitorias pero lo cierto es que lograron instalar un nuevo debate: ¿Está bien manipular los alimentos en un laboratorio? ¿Cómo se hace un caviar de melón, una espuma de hígado o una nube parmesana? ¿Qué sustancias químicas se utilizan? ¿Qué pasaría si una persona se alimentara todos los días de esta manera? ¿Por qué preguntan si soy alérgico cuando me siento a la mesa de uno de estos restaurantes? El crítico gastronómico alemán Jörg Zipprick salió a responder con un libro que ya desde el título deja entrever su postura: “¡No quiero volver más al restaurante!”, en el que, entre muchas otras acusaciones, dispara que esta cocina “intoxica” ya que no informa a sus comensales los ingredientes y procesos que utiliza para conseguir lo que consigue. “Mi postura es esta: si sos chef y querés usar los métodos de la industria alimentaria, perfecto. Pero, por favor, tomá la responsabilidad que le cabe a la industria: etiquetá tus platos, informá qué colorantes, saborizantes y texturizantes artificiales utilizás y aceptá el control sanitario. Además, pagá si alguien se enferma. Esto no es solo para los restaurantes de cocina molecular, sino para todos los que utilizan estos aditivos en sus cocinas”, explica a Para Ti el último enemigo declarado de los “moleculares”.

Zipprick cuenta que su investigación empezó hace 5 años, cuando al salir de ciertos restaurantes se sintió “mal”. Observó que el malestar se repetía luego de cada visita a un restaurante de cocina molecular. Los estudios médicos le confirmaron que es “sensible, no alérgico” a ciertos aditivos químicos utilizados habitualmente por estas técnicas culinarias. Los aditivos que más cuestiona son carragenato –“ recientes investigaciones determinaron que podría tener un rol activo en el desarrollo de cáncer de colon”, explica–, metilcelulosa, “que se vende como laxante en los Estados Unidos”, esteres azucarados de ácidos grasos y esteres poliglicéridos de ácidos grasos –“que pueden causar flatulencias y diarreas”–. Igual que el endulzante Isomaltosa que “si bien es uno de los considerados ‘buenos aditivos’ ya que, entre otras cosas, puede ser consumido por diabéticos, también puede causar diarrea si se usa en exceso. Por eso en Europa existe una ley que establece que si se usa más del 10% en una receta industrial deben advertirse sus efectos laxantes. Sin embargo, ¡Adrià usa el 58% en su espiral de aceite de oliva y no lo advierte a sus comensales!”, ataca. De aquí que, según este crítico gastronómico, los riesgos para la salud no tienen tanto que ver con los aditivos en sí mismos, sino con las dosis que los chefs utilizarían sin control para obtener los resultados deseados y que lo llevan a afirmar que en una sola visita a El Bulli “un comensal podría ingerir alrededor de un 15 % de los aditivos totales que consume anualmente. Salvo que seas alérgico a alguno, seguro que no hay posibilidades de que te mueras por comer esto, pero las dosis pueden generar reacciones adversas y malestar en muchas personas. ¿Acaso uno va a un restaurante para que le pase esto?”.

VOCES LOCALES

Desde la Asociación Argentina de Gastronomía Molecular, Mariana Koppmann, su presidenta, bioquímica y profesional gastronómica, autora del libro Manual de Gastronomía Molecular: el encuentro entre la ciencia y la cocina, sostiene que esta postura es absolutamente exagerada y sin respaldo científico: “La cocina molecular utiliza aditivos autorizados, que son los mismos que se utilizan en todas las cosas que comemos cotidianamente: desde la mayonesa y el dulce de batata, hasta los fiambres, las bebidas y los chicles. Seguro que no es la comida más sana del mundo pero, ¿cuál otra lo es? No es ni más ni menos sana que los alimentos que consumimos a diario. Creo que esto tiene que ver con una pelea de egos, y no con una realidad. Respecto de informar a los comensales sobre cuál es el contenido del plato que están comiendo, estoy de acuerdo, pero en todo caso este debería ser un reclamo para todos los restaurantes. Además, en cualquier restaurante de cocina molecular, como no sucede en ningún otro, se le pregunta al cliente si es alérgico. Por último, la cocina molecular es una experiencia gastronómica particular, por lo que no está pensada para que sea la alimentación cotidiana de nadie. Es ridículo que en las cantidades que se consume y en las que se degusta pueda tener consecuencias en la salud”.

Sobre este punto coincide en parte la doctora Elba Albertinazzi, presidenta de la Asociación Argentina de Médicos Naturistas, quien considera que si bien los aditivos químicos no son “saludables”, lo grave no es su uso en la cocina molecular sino en los alimentos cotidianos: “El problema que se presenta es que los espesantes, saborizantes, estabilizantes, conservantes y colorantes, al ser sustancias químicas, no pueden ser metabolizados y por lo tanto no proveen al organismo de los nutrientes necesarios para mantener la salud y proteger al sistema inmunológico. No debe extrañarnos, entonces, el aumento de las enfermedades de tipo metabólico, como obesidad y diabetes, dislipidemias; enfermedades intestinales crónicas, dolores de cabeza y articulares, enfermedades inmunológicas y autoimnunes, problemas de comportamiento en niños: autismo, hiperquinesia; que pueden ser debidas, entre otras cosas, a la carencia de vitaminas y minerales, y al exceso de sustancias químicas en los alimentos industrializados”, recalca. Por su parte, Diego Golombek, doctor en Biología, investigador del Conicet y co-autor del libro El cocinero científico, junto a Pablo Schwarzbaum, agrega: “Creo que la acusación se basa en un malentendido muy new age que proviene de ciertas tretas publicitarias: lo ‘bueno y natural no tiene químicos’.

Esto es absolutamente absurdo porque todo es química, desde la composición de nuestro cuerpo hasta los alimentos que cocinamos e ingerimos. Respecto de los aditivos químicos, no necesariamente son siempre una mala palabra. ¿Acaso qué es la sal? Es muy cierto que la cocina molecular experimenta con ingredientes que muchas veces son poco tradicionales en la gastronomía clásica, pero en todos los casos se trata de sustancias inocuas y no tóxicas. Estamos hablando, por ejemplo, del agar-agar, una gelatina que se extrae de algas, o del uso del nitrógeno para el congelamiento rápido. Se trata de encontrar texturas y sabores novedosos, pero no es nada cierto que todo vale en el camino. Justamente el conocimiento científico de los ingredientes –que por otro lado se buscan de máxima calidad– conlleva la responsabilidad de que sean absolutamente fiables”. Albertinazzi remarca que “para cambiar las texturas se usan sustancias, que si bien pueden ser naturales en su origen, como las algas y la lecitina, se modifican en algunos casos estructuras químicas o se aumenta la concentración de determinados nutrientes como el gluconato de calcio, que pueden tener efectos colaterales en algunas personas sensibles, por lo que debería constar en el menú cuáles son los aditivos y las cantidades de cada uno que se usan en cada plato”.

Y concluye: “Quizás, si en vez de cocina molecular, volviésemos a la cocina de la abuela, viviríamos mucho más sanos”. Por su parte, Silvina Schamir, chef de Cuk3 Laboratorio de cocina junto con Mariano Vivaldo y Geraldine Gueron, coincide: “Como en todo, pero sobre todo en gastronomía, creo que la responsabilidad es de cada uno. Nosotros trabajamos con una bióloga molecular que hace un seguimiento de las recetas y nos va guiando en el uso correcto de los aditivos químicos. Creo que hay que tener conciencia y lógica de lo que estamos transmitiendo con la comida, sin perder de vista que del otro lado hay un comensal. Nosotros tenemos esa conciencia a la hora de cocinar, sea molecular o no lo que estemos haciendo. Se utilizan aditivos pero todos son inocuos, autorizados y las cantidades incorporadas de ninguna manera pueden considerarse perjudiciales para la salud”, aclara. Ahora sí, con el debate servido, cada uno podrá elegir de qué lado de la mesa quiere sentarse.


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